Eduardo “Tato” Pavlovsky, ante el reestreno de su potente obra Potestad
“Para mí el teatro es un exorcismo”
En esta nueva puesta de la obra protagonizada por un apropiador de niños, Pavlovsky introdujo un cambio sustancial, un personaje femenino que opera como confesor. Pero, según señala el autor, en realidad “los cambios pasan por la intensidad”.
La mujer puede enloquecer en cualquier momento, pero quien está perdiendo la noción de la realidad es el hombre. Sucede en Potestad, obra clásica de “la dramaturgia del actor” creada e interpretada por Eduardo “Tato” Pavlovsky, y estrenada en 1985 con dirección de Norman Briski. La acción se desarrollaba entonces en treinta y cinco minutos, treinta menos de lo que finalmente quedó después de una informal presentación en el bar El Ciudadano. La marcación era la original de Briski, quien luego de las funciones en el Teatro del Viejo Palermo “había dado por concluido el trabajo”. Lo que pasó en El Ciudadano fue decisivo. Ante el reestreno de hoy en la Sala Raúl González Tuñón, Pavlovsky cuenta que comenzó a improvisar: “Era una noche en la que estaba muy tomado, no había gente, podía hacer lo que quería. Empecé a improvisar, y seguí, seguí... Seguí la marcación de Briski, excepto en la aparición de un ‘perro policía’”. Y así fue quedando. “El hombre a punto de perder la razón es un médico que certificó la muerte de una pareja asesinada por la última dictadura militar, y se apropió de la pequeña hija de los masacrados. Le habla a una mujer, Tita (papel que actúa Susy Evans), “una íntima amiga”, según el personaje. ¿Cuánto ha quedado de la obra publicada en 1987 por Ediciones Búsqueda? Se sabe que aquel texto es transcripción del montaje realizado en Montreal. “Una invitación al Festival de las Américas”, puntualiza Pavlovsky.
–¿En qué ha cambiado esta Potestad respecto de la original?
–Los cambios pasan por la intensidad. Presenté esta obra unas cuarenta y cinco veces fuera del país, siempre me estaba yendo y no podía hacer una temporada completa acá. La había escrito para que en escena me acompañara un hombre. Pasaron dos actores por esta obra (Mandy Suárez y Tito Drago) hasta que un día, estando con Susy en Brasil, decidí darle un giro. Le dije: “El tema es el mismo, pero vos vas a ser mi mujer, y yo voy a alucinar que sos una íntima amiga”. Por indicación de un psiquiatra, este hombre le va a contar a esa amiga todos los días la misma historia, como si fuera un ritual. Le quedan dos opciones: o lo escucha o lo interna. De ahí la actitud de ella: mostrar por momentos que está aburrida o que siente odio.
–¿Cómo reacciona el público ante el monólogo del apropiador?
–Es curioso. En unas presentaciones que hice en La Plata produjo conmoción, y acá, en la Facultad de Psicología, se produjo primero un silencio absoluto, casi místico, y después un aplauso conmovedor. Hice funciones con trescientas personas, sentadas todas en el piso. No tenía luces y de la avenida Independencia llegaba el ruido del tráfico. Pedí dos sillas y le dije a Susy: voy a empezar la obra hablando despacio, moviendo las sillas... La gente, muy joven, mantuvo silencio. Me conmovió. El profesor que nos había invitado aclaró: “Vos hiciste esta obra muchas veces, pero estos chicos tienen 22 o 23 años, y nunca la vieron”.
–¿Ayuda el estilo, tan diferente del teatro formal?
–La estética se acerca a la no representación; es como si uno fuera el personaje. Es el “teatro de estados” del actor, muy intensos, pero ¡bueno!, a mí esto me ha halagado mucho. La he dado en muchos lugares: tuve otra experiencia muy fuerte en la cárcel de Devoto.
–Y ahora nuevamente en una sala.
–Había hecho antes otras funciones acá y ahora me piden cerrar el ciclo. Me da placer que haya gente interesada en verla y quede agarrada a la obra. Que guste o no el estilo de actuación es otra cosa. Me divierte estar en un escenario plasmando ideas estético-culturales, como en mi última obra, Sólo brumas, tétrica, si se quiere, que estrenaremos en julio en la Sala González Tuñón. El teatro ha sido para mí una terapia, una especie de exorcismo de conflictos sociales míos.
–Siendo un texto creado desde la actuación, el movimiento parece decir más que las palabras. Aquí expresa cabalmente la “humillación” de no haber podido ser padre y la desesperación de perder a la niña para siempre. ¿El movimiento es algo más que una forma de comunicación?
–En el movimiento encontré los conceptos teóricos que desarrollo en el espacio representativo. Cuando Susy adoptó el papel de Tita, descubrimos cómo en lugar de hablar de la incomunicación podíamos actuar la incomunicación.
–¿Con el lenguaje de las manos, por ejemplo?
–Con las manos expreso la de-sesperación por acercarme. Es poner toda la fuerza y hacer lo máximo posible para acercarme sabiendo que nunca me voy a acercar, como decía Samuel Beckett. Y descubrí otra cosa, cómo un actor puede, en un mismo espacio, desarrollar diferentes códigos y dejar de ser un personaje para convertirse, como en esta obra, en un represor.
–Que aquí aparece después de la simulación de un cacheo policial.
–Yo, actor, me coloco de espaldas al público con las piernas abiertas y los brazos tocando la pared, y de pronto me vuelvo.
–Y es otro.
–Claro, aparece el relato del represor. Esa transformación me interesó siempre. Sé que acá algunos se confunden con mi trabajo. Una cosa es la condena del represor y otra, interesarse por lo que pasa en su cabeza. ¡He escrito tanto sobre los derechos humanos y los represores! Creo que estamos de acuerdo con la condena. En Argentina nos falta que los derechos humanos sean también para los 25 chicos que mueren de hambre todos los días. Desde El señor Galíndez me pregunto cómo funciona la cabeza de los represores. Lo preguntábamos casi intuitivamente cuando estrenamos Galíndez, muy bien dirigidos por Jaime Kogan, en el Teatro Payró. Fuimos descubriendo que eran personajes bastante normales. De ellos hablan autores como Tzvetan Todorov (Memoria del mal, tentación del bien, “el reconocimiento del horror de que son capaces los seres humanos”), el uruguayo Mauricio Rosencof y Primo Levi, superviviente del campo de concentración de Auschwitz. Los represores son seres que aparentan ser normales y cumplen su actividad como si fueran burócratas. Está el torturador mano de obra barata y el ideologizado, como Eduardo, de Galíndez, papel que en el Payró hizo Alberto Segado y en unas funciones últimas, mi hijo Martín. Un represor ideologizado es Alfredo Astiz, formado y elegido para cumplir una misión. Lo condeno, pero la cabeza de Astiz me interesa.
–¿Piensa que hoy persiste esa confusión?
–Me han criticado. El hombre, mi personaje, quiere a Adriana, la niña que ha robado. Desde su perspectiva, la ha salvado de unos padres muy malos; “unos fanáticos”, dice. Le ha dado una educación cristiana, buena, con principios y valores que le han permitido ser lo que ella es, a pesar de lo cual la niña vuelve con la familia original. Aunque sabemos que hay casos de jóvenes que la rechazan.
–¿No entender esto sería desconocer la dualidad?
–Un ejemplo es lo que cuenta Marguerite Duras en El dolor (relato con anotaciones autobiográficas, de 1945). Un colaboracionista francés denunció al marido porque era comunista. Estando en una comida, le contaron que habían apresado al chivato que denunció a su marido y que lo iban a interrogar. Esto fue en los últimos días de la ocupación nazi, antes de la Liberación de París (en agosto de 1944). Duras fue y presenció sesiones de tortura. Ella fue una escritora excepcional. ¿Cómo entender que fue parte activa?
–¿Sería equiparar método y tortura?
–Cuando la tortura es “institucional” se interioriza como conducta normal, y es aceptada. Mucha gente dice que yo perdono a los represores. No es así, los condeno y pienso que son miserables a los que un gobierno duro podría sentenciar a muerte. Pero la condena no significa dejar de interesarse por cómo funciona la cabeza de esa gente.
–Sobre todo cómo funciona en una época de vencedores y vencidos...
–Una cosa es la condena social y otra la subjetividad del represor. Esto lo estudió Franz Fanon en Los condenados de la tierra (obra sobre la descolonización, publicada en 1961, año de su muerte, con prólogo de Jean-Paul Sartre). Fanon era médico psiquiatra y estudió la patología de los represores. Sus trabajos fueron muy discutidos. De las imágenes que hoy vemos en televisión no se puede decir que esos tipos que dan cadenazos en una cancha lo hagan por nerviosos, pero quizás en su casa sean buenos maridos o buenos padres.