Arte en claroscuro
Sobre la calle-peatonal Rivadavia, cruzando Mitre, está la manzana histórica de Quilmes: en la esquina, la Catedral de arquitectura colonial; pegada, la Escuela Nº 1; llegando a la otra esquina, el edificio que data del año 1912 de estilo ecléctico afrancesado. En frente, la plaza principal San Martín. Son casi las cinco de la tarde y los chicos empiezan a salir de la escuela, son chiquitos pero se mueven como manadas, la cuadra está poblada de gente que viene y que va. A la vuelta de la esquina está la Carlos Morel, Escuela municipal de Bellas Artes. Un edificio de mitad de cuadra de doce pisos, grandes ventanales de vidrio por fuera. Por dentro, un bloque algo laberíntico que parece interminable, que horas más tarde, me permitiría disfrutar de una de sus únicas virtudes, la magnífica vista de la ribera de Quilmes. Por lo demás me hacía perder la noción del espacio con sus múltiples puertas y escaleras que parecían no tener fin. Gabriela las abría y las cerraba como si fuera la palma de su mano, yo me limitaba a seguirla desorientada. Al Piso cuatro por ascensor, al piso cinco y seis por escalera, piso ocho, piso once, diez, nueve. Taller de grabado, taller de cerámica, taller de pintura, de escultura, relieves, prensas, arcilla, yeso, técnicas, alumnos, murales, artistas. Las paredes están predestinadamente consagradas a gritar la identidad del lugar, ninguna se salva, ninguna limpita, ninguna blanquita. Eso también marea. Todo está tocado, desordenado, sucio. Todo lleno de colores, y estandartes, y conceptos. Una serie de caras saliendo del plano de una pared, caras con manos sobre la boca o los oídos, en medio de un mosaico de azulejos partidos.
“Ah mirá que bueno, ya terminaron el mural, ¡qué bien quedó! Este lo hicieron los del profesorado”. Me dice Gabriela, señalando una pared de uno de los pasillos. Realmente había quedado muy bien. Todo lo que veo me dan ganas de hacerlo. ¿Es por eso que gusta tanto el arte?
Nos metemos en otro ascensor, más chiquito, “un ascensor secreto” se ríe, es de uso exclusivo. Ahora bajamos, nos dirigimos a la última parada: un curso especial, ahí donde el arte se vuelve una herramienta, ahí donde se hace parte de todos, ‘Arte en silencio’.
Gabriela Lovardo nació en una familia de artistas. Un tío músico, una tía pintora, un tío escultor, la mamá ceramista, los amigos de la familia tienen todos que ver el arte, uno de esos grandes amigos, Aldo Severi. Su vocación por el arte fue algo casi predestinado, en su infancia se olía el barro mojado del taller de su madre todos los días. Me cuenta que fue algo tan natural empezar en la Escuela de Bellas artes, como lo era hacer figuritas con arcilla. La escuela no le gustaba, y fue su madre un día charlando con Aldo Severi la que dijo: “A esta chica hay que meterla en la escuela de bellas artes y se terminó, hay que asumir que le gusta el arte”, la enchufó en el salón de arte, y desde ese momento a los nueve años, Gabriela nunca más se separó del barro.
-La escultura. Lo mío es la escultura. Me dice mientras sus manos parecen modelar una de esas figuras que tanto le encantan.
Hoy en día es la Jefa del departamento Infantil-Juvenil de la Escuela, desde hace ya 10 años. Cuando la vi por primera vez, su imagen coincidió solo parcialmente con la que me había formado en mi mente al escuchar su voz del otro lado del tubo del teléfono. De zapatillas, look desenfadado, amigable, sencilla, yo me imaginaba una de esas formalidades estructuradas que ‘acreditan’ su jefatura. Cuando habla, lo hace con una serenidad y una seguridad que convencen.
Gabriela es de las que piensan, y está convencida, que el arte tiene que estar en conexión directa con la sociedad, como un ‘elemento útil y renovador y modificador de la comunidad’. Que si se queda en círculos reducidos se muere. Cree, fervientemente, que el arte sirve para transformar. Diría más, que es en sí mismo una transformación, y que se comparte, que se tiene que abrir al pueblo. Desde su lugar fomenta eso. Me cuenta entusiasmada de unas experiencias recientes con chicos hipoacúsicos de la zona –de la escuela para chicos con capacidades especiales Nº 505-, el proyecto cuenta con tres profesoras recién recibidas que manejan el lenguaje de señas. “El taller les brinda a los chicos, además de incorporar el disfrute por lo artístico, la posibilidad de salir de su pequeño mundo que es esa escuela, su único referente y contacto con lo demás”.
Arte en silencio. Bajamos del ascensor, entramos al aula, las paredes aún conservan un amarillo gastado, medio descascarado, son de los pocos ejemplares invictos. El aula está vacía. Dos maestras nos dicen que los chicos se fueron hace un rato, una de ellas Sandra, la típica chica simple, sin vueltas y bien predispuesta, su delantal fucsia no llega a ocultar su verborragia, lógicamente. Le habla a Gabriela como si fuera su cómplice:
-La pelirroja, que bronca me hizo agarrar esa pelirroja.
Gabriela se ríe. Yo ya había escuchado a la pelirroja, su aula estaba en el último piso y no paraba de quejarse de todas las complicaciones que esto le traía, parece que la buena vista al río no le bastaba. “Como me costó subir los caballetes. Los padres, por suerte, me ayudaron. Sí, las subimos en el ascensor, pero no entran más de dos viste. Pero los chicos están mucho mejor con los caballetes, algo diferente”
Y claro, parece que en la Morel el presupuesto no alcanza, tienen lo casi lo justo y necesario, a veces menos, y a los talleres asisten ochocientos chicos. De hecho, la escasez es una de las razones por las que Gabriela va de acá para allá resolviendo todo tipo de problemas y ocupándose de todo, “Es que no alcanza el presupuesto para contratar más personal, recién ahora tengo una preceptora que me ayuda un poco”. Pero Gabriela no se queja. En cambio la pelirroja…
- Esa pelirroja no para de quejarse, repite Sandra. Se le nota a la legua que no la soporta, a la par de que no hace nada para disimularlo.
-Gabriela, ¿viste que salimos en el diario?
-Me comentaron hace un rato, ¿en Perspectiva sur?
-Perspectiva sur, salimos nosotras, con nombre y todo me dijeron. Me dijo el portero ayer, esta maestra salió en el diario, creí que me estaba cargando. Sí, en los policiales, le dije yo. ¡Y era verdad!
Que lástima que los chicos ya se fueron. Pero si querés te muestro los trabajitos que hicieron.
Se va a una especie de cocinita y saca de unas alacenas los trabajos.
-¿Cómo está funcionando el taller? Pregunto.
-Muy bien, yo estoy muy contenta, y los chicos también.
-Sandra, ¿vos manejas el lenguaje de señas?
- No. Yo me entiendo más que nada por intuición. No sé bien el lenguaje de señas, se cosas que voy aprendiendo más que nada de ellos, de verlos, nos comunicamos muy bien. A mi me dicen que sé mucho de señas, pero que se yo. Hago de intérprete tranquilamente, los entiendo, y ellos me entienden a mí. El proyecto anterior fracaso, porque la maestra no se entendía con los chicos y los maltrataba, los chicos dejaron de venir.
La pelirroja otra vez. Con Sandra no hace falta agregar más nada, te dice todo.
Y ésta no es la única experiencia que busca abrir lazos. El verano pasado un grupo de alumnos se fue a visitar las provincias del norte, fue un intercambio de saberes, de esos talleres salieron muchos trabajos, y por estos días se están por exponer todos en la Casa de la Cultura. Gabriela se entusiasma con esos intercambios.
“El arte se va a morir si es una cuestión elitista, el arte tiene que ser para todos, el arte de laboratorio no sirve, el arte debe ser intercambio con la comunidad.” Pero ¿el arte necesita de otra cosa que no sea él mismo para existir?
Basta con mirar un poco atrás, con ojear algún librito sobre historia del arte, para saber que la relación entre el arte y la comunidad es controvertida desde siempre. El arte es esa genialidad que está del otro lado de las cosas, que a todos maravilla, y al que no cualquiera accede, ya sea como público, y mucho menos como creador. Los iluminados, los artistas, son pocos, y los que pueden pagar por su arte, menos. Los cuadros son para los entendidos, para la ‘aristocracia’. La vanguardia, que en nuestro país dio su esplendor entre los años ’60s y ‘70s, trae la revolución de las formas que traía de fondo una revolución social y política, un acercamiento al pueblo, un arte que se desligaba de los círculos académicos elitistas, y que se brindaba –de alguna extraña manera- a la comunidad. Pero digo extraña, porque incluso en las vanguardias, el arte continuaba siendo –o incluso lo era con mayor intensidad- una diferenciación de los geniales. La figura del artista genio que realiza sus performances y rompe todo, alguien único, que debe romper permanentemente lo instituido, ahora alejado de los museos elitistas, pero igualmente sumido en un grupo reducido capaz de entenderlo. Con todo, en la edad moderna, el arte lleva la insignia de la transformación, ya sea de sus propias formas, de sus ideas, de la relación con el mundo, del mundo mismo, y también de la sociedad. La comunidad es el primer y modesto escalón de una gran sociedad, que luego se volverá vertiginosamente global. La comunidad es el Barrio, lo que esta cerca de mi casa, de mis ocupaciones, de mis amigos, de la mirada más cercana que tengo sobre el mundo. Para cualquier ser común, el arte se presenta como una vidriera de creaciones, pero es bueno explorar como se ve lo mismo siendo el manequeen, desde adentro para afuera.
La Emba es el justo medio entre la comunidad y el arte, es la academia.
“La Morel crea docentes ahora”. Me dice Gabriela, mientras en el fondo un mural gigante promulga “El arte no es refugio, es trinchera”. Cuando ella llegó, la escuela era para el grupo que estaba ahí, no era para todos. El discurso es conocido: No cualquiera puede acceder, tiene que tener determinadas condiciones. “Cuesta en algunas personas todavía entender que la escuela no es la de hace treinta años que formaba artistas, en este momento la escuela es formadora de docentes, en el área artística, en todas sus expresiones. Ahora me da la sensación que hay más conciencia de que se están formando docentes, la parte del área pedagógica en la escuela tiene mayor peso ahora que cuando yo estudiaba. Hoy en día, yo creo que la gente lo está eligiendo porque también tiene una salida laboral.” Parece que se hace difícil vivir del arte, la docencia es una salida que permite conjugar el arte y la subsistencia, una forma diferente de ser artista, Gabriela se siente una artista, pero ella misma reconoce las dificultades de vivir de eso. Le pregunto si expone obras suyas y me dice que ya no. “Lo he hecho, pero nunca sola. Hay que dedicarse a participar en muestras, y hay que tener mucho dinero también, porque en la mayoría de los lugares hay que pagar, y mandar obra al exterior es muy caro. La gente cree que por el valor artístico de la obra, es solo por invitación, pero la realidad es que hay que poner un dinero para exponer”
Le pregunto qué opina de la situación del arte en Buenos Aires, mientras cruzamos una pequeña habitación de paredes blancas, llenas de una palabra en negro, geométricamente repetida, en el fondo dos sillas, hay que sentarse para hablar de ciertas cosas. “Hoy en día hay una enorme actividad artística, en todas las disciplinas, no solo en variedad sino en calidad, muy personalmente creo que es sumamente positivo y enriquecedor generar nuevas tendencias, nuevas formas de expresarse, nuevas disciplinas, entrelazar aquellas que antes estaban absolutamente divorciadas, pero creo que tanta pérdida de lo que es academicista tampoco, porque es como querer hacer correr a alguien que no aprendió a gatear. Una verdadera obra de arte es la que se sostiene con elementos que solamente te puede dar el estudio, el compromiso, y no la cosa fortuita, casual o efectista.”
Después hay otros tipos que piensan que el arte no tiene nada que ver con una salida laboral, como Enrique Rocca, otro artista quilmeño, un artista joven, de cuando ya no se formaban artistas, pero que no fue a ninguna academia, que se formó viendo trabajar a otros artistas, pintores como Manuel Olivera, juntándose con ellos, experimentando en distintas técnicas desde la intuición y sistematizando eso luego: “La academia está jodida, forma docentes y no artistas, se entra en un ciclo de eterna academia, si el arte es libertad, ¿para qué una academia?” Entonces uno se queda pensando.
Verde y gris. Ahora estoy sentada en un banco de la plaza San Martín. Hace trescientos años sobre esta tierra bien del sudeste, que no llega a ser ni negra ni colorada, caminaban los indios kilmes, hace doscientos en esta misma tierra, el cementerio de los kilmes; hace un poco más de cien, la generación ilustrada del ochenta (1880), poco se preocupó del cementerio y construyó los edificios históricos tapando esa misma tierra; hoy estamos nosotros caminando el mismo suelo que ahora es gris – cemento-, sobre la tierra mezclada con vidrio y huesos picados. Los arquitectos eran europeos, franceses e italianos, y el edificio de Sarmiento y Rivadavia completó la tríada religión-educación-gobierno, ‘el nuevo palacio municipal’ se inauguró en 1912 con un distinguido baile, rodeado de Escuela, de Catedral, de Biblioteca. Indios ya no había, pero el futuro no podría negarnos una población instruida. En 1962 la municipalidad se trasladó, y en la esquina comenzó a funcionar la Emba. Hace dos años, en 2006, la Emba atravesó una crisis muy fuerte en la que directivos y alumnos se enfrentaron al gobierno municipal de turno, por los atropellos y abusos que éste último causó –con manifestaciones y represión de por medio-, la Emba se trasladó al edificio lindero, ese alto con ventanales de vidrio. La esquina quedó como la Casa de la Cultura, un espacio que recién estos últimos meses, con la nueva intendencia, se va formando.
-Vamos de a poco. Me dirá más tarde el artista Julio Lacarra, quien es el director del área musical de la Casa. “Recién estamos empezando, desde el mes pasado”.
El lugar esta casi vacío. Un hall de entrada blanco cerrado por dos columnas, más adelante unos escalones que desembocan a la sala principal, una especie de patio cerrado. Sillas ubicadas a manera de butacas, sillas de plástico, sillas de escuela, en el fondo una especie de escenario. Por ahora hay presentaciones programadas de cantantes de la zona, shows de tango y otras actuaciones. Pero se intenta trabajar en conjunto con la Emba para que lo producido se exponga allí. Vamos por el Centro cultural quilmeño, como de esos que abundan en la capital y son tan lindos. En quilmes las cosas cuestan.
Cae la noche y estoy sola, ya nadie me guía por ningún lugar, ya nadie me cuenta, no hay más verde, ni colorado, ni negro, ni gris. Ahora los faroles de la plaza hacen que todo se vea blanco.