sábado, 28 de junio de 2008

Crónica de Raúl Perea

Seminario y Taller de Escritura

Profesora: Celia Guichal

Alumno: Raúl Perea

Consigna: Crónica basada en una visita al MALBA.

Laura en el MALBA.

Tiene ocho años, la piel morena y una delgadez que a veces preocupa a sus padres; se llama Laura, hija de un aprendiz de cronista a quien no le quedó otro remedio que conjugar la tarea encomendada por el suplemento, con el paseo dominical de la familia, –sagrado- en vistas del seguido incumplimiento al que los somete alguien que, por falta de experiencia, cada tarea le insume el doble del tiempo necesario.

Aprendiz de periodista y también de padre, sobretodo en aquella virtud que las madres adquieren a fuerza de una cotidiana práctica amorosa: la virtud de “poder mirar con los ojos de sus hijos”. Humilde actitud de desprendimiento que les permite ubicarse en el otro, hasta el punto de adivinar y prever sus necesidades más íntimas.

“Mirar con sus ojos”, suena a veces como pregunta y cada vez más cómo un desafío, intentar describir aquel paseo por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, en un domingo nublado y frío, pero con los ojos de su hija. En definitiva, un desafío que vale la pena intentar si entre otras cosas sirve para realizar la dupla tarea de realizar una crónica prolija y seguir esforzándose en la inmensa tarea de ser padre.

Laura siempre tuvo una extraña predilección por bares y restaurant, desde muy pequeña. Por eso, el bar que ocupa casi toda la planta baja del MALBA con paredes enteramente de vidrio ejerció sobre ella una atracción fatal, atracción que fue la causa de la primera discusión. Ya no tiene edad para berrinches, pero tampoco la situación da como para un debate sobre la importancia del arte y la cultura, se resuelve entonces con una imposición de autoridad paterna, pura y simple. El antiguo piso de madera de la entrada, que contrasta con la moderna edificación, ayuda en la tarea de calmar los ánimos, el ruido que produce la madera al caminar es una tentadora invitación al salto y la corrida.

La visita completa al museo cuesta doce pesos por persona, Laura no paga pero sí sus padres, no con cierto dolor ya que olvidaron, uno la libreta de estudiante o el carnet de periodista, y la otra, alguna documentación que pudiera demostrar su condición de docente. En fin, hay que pagar. Y son los momentos en los que asaltan los prejuicios, momentos en los que por ejemplo, el padre recuerda que el MALBA es un emprendimiento privado de un empresario con mucho olfato para los negocios, Eduardo Constantini, que ya lleva invertidos en los seis años desde su fundación, más de cuarenta millones de dólares. Laura, que no sabe nada de esto, ya encontró otra de sus pasiones, las escaleras mecánicas.

Son tres pisos impecables que unidos internamente por escaleras mecánicas, conducen a las distintas exposiciones. Laura, jugando con las mismas, no ha descubierto todavía el ascensor que es otra de las opciones.

Primera parada: inmediatamente al salir de la primera escalera, en el pasillo del primer piso, hay un cuadro en relieve de 189 por 199 centímetros, la obra del año 1999 es de Pablo Suarez, y se llama Exclusión. Se trata de un joven aferrado a la puerta de un furgón de tren que marcha a toda velocidad. A todas luces se nota que el ferrocarril es el Sarmiento, por el tipo de tren y el color. Y lo que más ha llamado la atención de Laura, quien está petrificada mirando, son los ojos de pánico del joven que parecen irían a saltar de sus órbitas. El cuerpo está en relieve, hacia afuera, como cayéndose del cuadro. Laura reconoce al tren porque es el que toma a veces con su madre para visitar a la abuela que viven en Ciudadela, cruza miradas con su padre, un detenido silencio…y una sonrisa que corta el momento de tensión.

La irresistible atracción de Berni

En el primer piso están los cuadros que pertenecen a la colección privada de Constantini, obras de Frida, Matta, Berni, Portinari, Diego Rivera y Tarsila de Amaral, en un despliegue novedoso, que ha comenzado a impresionar al padre. Pero Laura se deslumbra con Antonio Berni, desde la entrada a la sala, descubre El pájaro amenazador, un obra de 1965, que es un pájaro colgado del techo, construido en cartón, arpillera y otros materiales rústicos. El pájaro cuelga y no está fijo, y ella se mueve en círculos mientras lo observa desde abajo. Y sin saber que pertenecen al mismo artista, se ha detenido frente a Juanito dormido, obra de la serie Juanito Laguna, y luego frente a La manifestación, una obra de 1934. Ahora está perpleja.

Ante la pregunta del padre acerca de qué es lo que más le llama la atención de aquella escena, ella responde “el color rojo y los ojos de la gente”. Y el padre se sorprende cómo una segunda mirada con aquella indicación han podido descubrir los tonos cambiantes del rojo, tonos que van de la luz a la oscuridad en una calle cualquiera con casas de chapa; y aquellas caras de los obreros con sus familias, mujeres y niños que tienen en común la mirada. Como buscando desesperadamente un horizonte que no aparece, que se pierde, pero que es común para todas la miradas. Miradas, desesperados ojos.

En ese piso hay también obras de un meritorio arte moderno, como las de Antonio Días o León Ferrari, pero lo único que ha sorprendido a Laura aparte de Berni, es un cuadro inmenso de Fernando Botero, Los viudos, ella dice que “todos los gorditos están muy transpirados”, y es cierto, el pintor ha destacado las gotas de las mejillas con una iluminación que las destaca del conjunto. Y el padre ya cambió la cara, quizá por la satisfacción que le produce estar por primera vez frente a un Botero auténtico.

El elefante de Douglas Gordon

En el museo está también la muestra Obras transformables de Joaquín Torres García, que a pesar del fuerte contenido lúdico de la misma, no ha despertado mucha curiosidad en Laura. El tercer piso en cambio, significa el logro de todos su deseos, es algo así como su obra perfecta, ya que puede conjugar su pasión por las pantallas, sean de cine, televisivas o de computadoras, con aquella palabrita que ha escuchado en todo el paseo: arte, y de la que está perfectamente enterada de su práctica y significado.

Es que allí, mediante pantallas diminutas, en la que se ve una mosca dada vueltas que patalea; otras de televisión de tamaño normal, en las que se ven las manos del artista simulando una relación sexual; y otras pantallas de cine de diversos tamaños, expone Douglas Gordon, un escocés de 61 años, que ha logrado combinar estas herramientas en una arte por de más original.

En una sala oscura, se sienta con su padre en el piso, con la espalda en la pared. Allí se están exhibiendo en una gran pantalla dos películas a la vez, superpuestas, una que habla sobre la posesión satánica El exorcista, y otra que habla sobre revelaciones divinas, Entre la oscuridad y la luz. Y en aquel contraste de imágenes antitéticas, Laura no entiende nada, pero se queda unos minutos por el sólo placer de hacer como si estuviera en el cine.

Hasta que finalmente descubre en una misma sala con pantallas de varios tamaños, una de ellas gigante, un elefante filmado en blanco y negro, sobre un impecable piso de baldosas brillantes, que camina, retrocede, mueve la trompa, hasta que finalmente va cayendo de bruces al piso, y queda allí largamente tendido. La obra se llama Juega al muerto; tiempo real, y el programa aclara que se inspira en un hecho verídico: el elefante Topsy, que en 1903 mató a tres personas en Estados Unidos, y fue condenado a muerte por las leyes de este país, electrocutado. Laura se entera de la historia por boca de su padre, y esto parece ejercer sobre ella una atracción mayor. La muestra tiene además de original que se puede caminar alrededor de las pantallas, allí anda Laura, como en una danza que acompasa los lentos movimientos del elefante.

Está un poco triste, pero sobre todo muy impresionada. Se ha quedado un largo rato observando el primer plano del ojo del elefante, inmóvil. Le ha apretado muy fuerte la mano a su padre, hasta que finalmente dice “mejor nos vamos”.

La partida

Al domingo de nubes ya lo acompaña un viento frío que hace imposible recorrer con detenimiento la muestra que se ofrece en la terraza. Son obras de Marta Minujin, unas estructuras inmensas de hierro tejido que representan cada mes del año. Ahora sí Laura descubre el ascensor, que sirve para descender más rápido y provocar la segunda y última discusión de la tarde. No se puede jugar en los ascensores, y lo entiende. Lo que es más difícil de explicar, es de qué manera se puede desde el arte jugar con cuestiones que son más importantes y delicadas que un ascensor.

La tímida alegría del padre es ahora entera satisfacción. Quizá sea un prejuicio tener tantas precauciones acerca de un emprendimiento privado que sirva para el desarrollo artístico, al fin de cuentas, como dice el mismo Constantini sobre el homónimo del MALBA en Nueva York, el museo MoMA, “ya nadie se acuerda que lo fundó Rockefeller”.