Noventa y diez
por Leonardo Murolo
leonardomurolo@hotmail.com
“Escribe. No hagas nada más”
Marguerite Duras
Es conocido, difundido y aceptado el viejo dicho que define el arte de la escritura como un compuesto de diez por ciento de inspiración y noventa de transpiración, por ello creo necesario ocuparme de desentrañar su veracidad.
Cuando tomo estos términos y hablo de transpiración, la entiendo como el trabajo que desempeña un escritor sobre los temas que le toca o elige escribir; mientras que el otro diez por ciento, el de la inspiración, está ajeno a él y quién sabe de donde proviene. Así, esta receta proverbial del 10 por ciento inspiración + 90 por ciento transpiración = obra se traduce en un gran tema proveniente de las musas y trabajado por el autor hasta considerarlo acabado.
Este trabajo se basa esencialmente en decisiones, de allí que es inexorable que haya una idea macro sobre la cuál comenzar a decidir. Sin dudas, las musas -si existen- le dan algo así como el conato aurático de arte que toda obra debería poseer. Las musas serían el alma de las obras, esa intangibilidad que no puede hacerse visible en el momento de describirlas, de contar de qué tratan. Pero con ello no queda definido, ¿Las musas pertenecen al terreno metafísico, un día llegan, depositan un tema desnudo en la imaginación del artista y se van dejando el resto en sus manos? ¿O no existen, y la imaginación es en realidad la verdadera musa interna del artista que dicta los temas de la obra? La actividad creadora uno puede proponérsela acostado en el césped, tomando un vaso de agua, escuchando la música preferida o durmiendo, como también puede irrumpir en medio de cualquier otra actividad exigiendo ser plasmada o condenada al olvido.
Esta carga mágica, casi inexplicable, de las obras, la noto en imágenes fuertes, fugaces en el relato pero eternas en la memoria, esos golpes a los sentidos que emocionan y hacen pensar, que tienen mucho de arte, de inspiración, de único. Sin desconocer este aspecto, pero tampoco centrándolo como la obra toda, me planteo mostrar cómo esas improntas que dejan traslucir las ideas del artista fueron adornadas, pulidas, aseadas, creadas a su vez con esfuerzo y trabajo. En definitiva con toda una actividad racional que buscó ese efecto.
Un autor que todos conocemos, Edgar Allan Poe, contó en su Método de composición que cuando se propuso componer El Cuervo -uno de sus más célebres poemas- pensó en primer término en elegir un tema universal y entendible por todos los seres humanos, cayendo en la cuenta de que el conveniente sería la muerte. Luego se dispuso a armar alrededor del tema un relato que contuviera los condimentos lúgubres y místicos que merece. De allí surgió que una frase se repetiría de modo sistemático y aterrador; una frase que repetiría un ser extraño, un oscuro compañero de soledades, en este caso, de la nueva soledad del angustiado protagonista. Fueron ideas la oscura historia prefigurada, la constante de la frase y que sea un ser que acompañe, acentuando la soledad y quien insista con ella; su contenido, fueron las decisiones. Poe decidió el nevermore, y que el cuervo fuera un cuervo y no un loro porque prefería un pájaro negro.
Poe se sitúa en el lado de la transpiración cuando supone que tanto el tema como los personajes, e incluso el modo de conectarlos, son elecciones. Con ello deduzco que las musas -si existen- y la inspiración pertenecen a un estadio azaroso que ni el mejor escritor puede proponérselo. Con esta receta me aproximo a la ardua tarea de componer un escrito. Supongo que: 10 por ciento tema (dado por la imaginación o las ideas) + 90 por ciento decisiones = obra.
Me pregunto por el talento del escritor; sumo al conocimiento del oficio lo indiciario, el saber sin haberlo aprendido en un manual y me pregunto también si hay recetas absolutas para componer un texto sin contar el talento. Al menos me doy cuenta de que las musas son otra cosa.
Un prolífico novelista como lo es Stephen King sostiene que un escritor es un trabajador constante. Lejos de su actividad mercantil actual, al finalizar su primera novela, Carrie, se había dado cuenta de que en su flamante obra de terror no había ni una gota de sangre; la revisión y la posibilidad del cine llevaron a que tomara la decisión de rescribir pasajes y teñirlos del marketinero color rojo. Asimismo cuenta en su autobiografía intelectual, Mientras escribo, que su personaje condenado a muerte de The green mille, John Coffey, llevaba otro nombre cuando decidió otorgarle las mismas iniciales del condenado a muerte más famoso de su país. A él, como a tantos escritores, se los reconoce como intensos investigadores antes de emprender una novela, al desplegar un saber superior que el enciclopédico en temas legales, históricos, filosóficos, religiosos, a la vez que dejan para el momento de la revisión el estadio de adornar con simbolismo la historia. El primero de los recursos de escritura que nombro es necesario para poder emprender una historia interesante y sin mentiras o falsedades sobre algún tema específico; el segundo, es un condimento esperado por lectores de determinados géneros.
De King rescato que aunque dice escribir diez mil palabras por día, sostiene que escribiendo sólo mil diarias, en siete meses se tiene una novela. Entonces: 10 por ciento tema (dado por la imaginación o las ideas) + 90 por ciento decisiones + 1000 palabras por día (a razón en 8 horas de trabajo como todo proletario) + 7657 golpes al teclado – 1 hora de descanso + un vaso de agua o whisky, según el caso = obra (en 7 meses). En materia numérica esto es cierto, y una vez más, lo que se escapa del cálculo son las primitivas musas que revestirían de aura a esa obra. ¿Puede haber obras calculadas? ¿Puede haber obras sin musas? ¿Son siempre necesarias?
Raymond Carver sostuvo que “La ambición y un poco de suerte son cosas buenas para un escritor. Demasiada ambición y mala suerte, o falta total de suerte, pueden ser letales. Tiene que haber talento” y agregó: “Algunos escritores tienen abundancia de talento; no conozco a ningún escritor que carezca de él. Pero una única manera y exacta de mirar las cosas, y encontrar el contexto apropiado para expresar esa manera de ver, eso es otra cosa”.
Lo dice alguien que supo ver en historias pequeñas la grandeza de un relato. Por ello, tendría que tener en cuenta el condimento que me agrega: ambición y buena suerte, claro que como esta última no viene dada en el escritor, se requiere de talento.
Sabía que algo le faltaba al autor anterior: 10 por ciento tema (dado por la imaginación o las ideas) + 90 por ciento decisiones + 1000 palabras por día (a razón en 8 horas de trabajo como todo proletario) + 7657 golpes al teclado – 1 hora de descanso + un vaso de agua o whisky, según el caso + ambición y buena suerte o en su defecto talento (nunca falla) = obra (en 7 meses)
Las musas de Rodolfo Walsh, al escribir Esa Mujer, lo visitaron con la magia en sus manos un día de 1961 y otro de 1964. ¿O fueron sus ideas? “Comencé a escribir Esa Mujer en 1961, lo terminé en 1964, pero no tardé tres años, sino dos días: un día de 1961, un día de 1964. No he descubierto las leyes que hacen que ciertos temas se resistan durante lustros enteros a muchos cambios de enfoque y de técnica, mientras que otros se escriben casi solos”, sostuvo. ¿Walsh hablaba de transpiración o de inspiración? Se está refiriendo a ambas: lo que llama “tema” no es otra cosa que las ideas, el fruto de la inspiración; lo que denomina “escribir”, refiere a lo corpóreo que se traduce en trabajo de escritura. De este modo, cuando habla de aquellos temas que tardan en ser escritos se refiere a ideas sobre las cuales no se ha meditado hasta el punto de hallar el modo buscado y correcto para expresarlas. Estos cambios de enfoque y técnicas a los que aludía demuestran un constante reflexionar alrededor de las ideas que consideraba parcas y enojadas con la posibilidad de hacerse escritura. Una idea fue el título “Los oficios terrestres”, fue, asimismo el nombre de uno de sus libros. Sin embargo el cuento que lleva ese nombre apareció tiempo después en otra obra de Walsh. Aquel cuento, según el autor, “no se dejaba escribir”, aquél cuento, aquella idea, debió ser trabajada y trasladada desde su morada inconsciente y mental, hasta convertirse en palabras plasmadas con sonido, con forma, seduciendo en el papel. El gran escritor argentino se refería a un constante trabajo milimétrico hasta hallar el cómo-contar deseado.
Walsh es el ejemplo paradigmático de la inteligencia práctica y abstracta al servicio de la escritura. En cuentos como Cartas, Fotos, o Nota al pie, explora formas y trasgrede géneros. Utiliza diálogos comenzados e inconclusos; cartas escritas con errores de ortografía, respetando el hablar de sus personajes; describe fotos, carteles; habla de lo cotidiano y lo filosófico a la vez y separado, dejándonos pensando. Son decisiones. Decir que sus musas le dictaron una sola palabra es minimizar su grandeza. Es su inteligencia. “Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y en el dinero”, dijo.
Con Walsh, enarbolando la bandera del trabajo en la escritura artística, podría afirmar que las recetas no existen, que no hay medidas, ni pizcas de habilidades secretas, ni ingredientes mágicos que nos provean de la cantidad necesaria de ideas para germinar aquel violento oficio de escritor que él llevaba en la sangre. Me doy cuenta de que un escritor puede conocer todas las reglas ortográficas de su lengua, como también la gramática, la semántica, la sintaxis, y a la vez carecer de una inventiva para la escritura. Este escritor sería un excelente corrector, quizás un buen traductor, un redactor aceptable, pero cuando hablo de decisiones las empariento con toda una actividad racional y laboral al punto de transpirar, de cansarse, de dolor, de sueño, de sed, de hambre delante de hojas de papel y lápices, delante de un monitor y un teclado, hablo de imaginación, de memoria, de asociación, de calcular efectos. Todos estos componentes de la inteligencia que requiere el escritor, distan de un halo de inspiración divino que dicte palabras tras palabras cual poema griego compuesto para los dioses. El talento se asemeja más a la inteligencia, a la habilidad sumada a lo innato que a una fuerza externa que nos regale un tópico sobre el cual crear. De todo esto: 10 por ciento tema (dado por la imaginación o las ideas) + 90 por ciento decisiones + 1000 palabras por día (a razón en 8 horas de trabajo como todo proletario) + 7657 golpes al teclado – 1 hora de descanso + un vaso de agua o whisky, según el caso + inteligencia cantidad necesaria (o según con lo que se cuente) = obra (en 7 meses o en 2 días o en 1 mes si son tres novelas policiales).
Quizás aquél diez por ciento intangible hizo que Truman Capote un día decidiera escribir sus conversaciones cotidianas con sus amigos, con sus vecinos, con su dentista. Pero tuvieron que pasar años, reescrituras, una depresión, un enojo consigo mismo, una crisis como escritor, la necesidad de bucear entre nuevas formas de escritura, hasta convertir esos textos llamados Plegarias escuchadas en su libro Música para camaleones, un compendio que contiene una visible búsqueda de innovación y un refinamiento en la escritura que llegó a conformar a su inconformista autor. Mediante lo que Capote llama sus “tareas literarias” como son “el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin”, se situó en el mundo literario como un pionero del non-fiction en Estados Unidos.
Reflexionaba sin cesar sobre el estado de los géneros literarios y periodísticos. Sus entrevistas contenían una confluencia de géneros en los que se hallaba, como en Una adorable criatura, la entrevista que le hizo a Marilyn Monroe, una estructura de obra teatral, zonas narrativas, pasajes de descripción y diálogos fluidos sumamente trabajados, un cuidado estilístico que se percibe en cada palabra. Asimismo A sangre fría, que fue fruto de la labor de casi una década, puso al descubierto que el trabajo en la escritura puede llevar a romper barreras tales al punto de emparentar al periodismo con el arte. Sería así: 10 por ciento tema (dado por la imaginación o las ideas) + 90 por ciento decisiones + 1000 palabras por día (a razón en 8 horas de trabajo como todo proletario) + 7657 golpes al teclado – 1 hora de descanso + un vaso de agua o whisky, según el caso + inteligencia cantidad necesaria + reescrituras + una depresión + un enojo consigo mismo + una crisis como escritor + bucear entre nuevas formas de escritura + el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza + las diabólicas complejidades de dividir los párrafos + la puntuación + el empleo del diálogo = obra (en 7 meses o en 2 días o en 1 mes si son tres novelas policiales o casi una década si es non-fiction).
No. No hay recetas: 10 de tema + 90 de decisiones = Obra, no es cierta; ninguna es cierta. Entonces, si me despojo de las musas como las hadas que me regalan el tema sobre el que tengo que escribir, y le atribuyo ese papel a la imaginación y a las ideas, es decir, si aquél diez por ciento no está fuera de mí sino en otra parte de mí mismo, el 100 por ciento soy yo mismo. De allí, con mi inteligencia podría imbuirme en estrategias de composición, tener conciencia de mis futuros lectores, planificar la estructura de mi escrito, releerme y corregirme hasta el hartazgo. Sin embargo, todavía me falta contar con el talento necesario para pilotear el difícil camino de las decisiones de escritura, aún contando con los conocimientos duros del oficio. Esta parece ser la tercera pata de una mesa inconclusa. Esta musa interna, menos impalpable que aquellas se convierte en la esencia de un buen escrito.