Entrevista con Fernando Molina
Nicolás López
2008
Tuve hace pocos días, una charla de pasillo con un docente de la carrera en Comunicación Social, respecto de los símbolos de la memoria. Debatíamos sobre el modo en que repercuten en la sociedad, y hasta dónde resultan verdaderos espacios de reflexión y acción, o si es que no son más que un lugar muerto que propone quietud. Discutimos un buen rato. Yo insistía en que los memoriales caen en un vacío y que sólo reflejan el sentido común. El profesor realiza una pausa, se toca el bigote y me dice, “bueno sí, pero hace media hora que discutimos por culpa del banquito ese, así que para algo funcionó”. No podía más que admitir el asunto, así que al otro día fui a la oficina de Derechos Humanos a pedirle a Amaranta el teléfono de Fernando Molina.
Arte y memoria, laberintos de expresión del pasado y el vacío de los que no están; mi cabeza parecía la de un poeta de 5 australes mientras avanzaba en el subte E. Llegué a estación Boedo y emergí en el mundo de Fernando, estaba a tres cuadras del estudio de arquitectura y del barrio donde vive desde siempre. Me recibió amable, como si me conociera, pero no entramos, propuso que vayamos a un café que visita con frecuencia. “Antes era una librería”, cuenta en el camino. Doble para él y cortado para mí, había pasas de uva en la mesa pero me resistí a probarlas. Rogué que la música de ambiente no obstruyera la grabación y oprimí play-rec. A Fernando pareció no perturbarlo, aunque noté agradecido que subió el tono de voz como si le hablara a todo el bar. Nuestro intercambio había comenzado a hacerse público.
***
– ¿T e identificás más como arquitecto o como artista?
– Creo que el artista es un statu quo, un estado. Tiene que ver con una forma de vida. Desde luego que tengo perspectiva artística en lo que hago. De ahí a decir que lo que diseñé es un objeto de arte, puede ser decir demasiado. Había tenido otras experiencias, pero que remitían sólo al diseño arquitectónico, y no vinculadas a un tema real e histórico.
– Un tema concreto, pero a la vez tan impalpable como resulta ser una desaparición. ¿Cómo se simboliza lo que no está?
– Claro, ¿cómo representás algo que desapareció? Desde este llamado a recrear la nada, lo que no está, lo que no se ve, la ausencia de memoria. La desaparición fue, en este caso, un hecho inobjetable. Tratar de traducir eso en un elemento en el espacio se convirtió en el desafío que busqué responder desde mi profesión. Probé primero, referir a materiales y planos que llamen a reflexionar desde sus características. Pero sentía que siempre caía en un objeto que tenía que ser explicado, como si le faltara un manual de referencia. Hasta que luego de varios intentos, comencé a jugar con el sinsentido, y eso me llevó a un símbolo: al banquito, que al estar rodeado de agua impide acercarte, y siempre está vacío. Sin uso y sin gente. Una de las últimas frases con la que cerramos la memoria decía, “concretar la contradicción, materializar la ausencia”.
– El símbolo al que recurrís en la obra, transita otro camino que el de las imágenes que estamos acostumbrados a ver y que remiten a una reivindicación de la lucha contra la dictadura.
– Quizás fue por una cuestión de formación y de estilo, si se quiere, que traté de desarrollar un lenguaje un poco más abstracto. El pañuelo, el nunca más, ya poseen un mundo y una estética ligadas. Si alguien pasa por allí y se pregunta “por qué éste objeto”, seguramente eso lo remita a cuestionar qué fue lo que pasó y el por qué esa gente ya no está.
– Es decir, que la relación más que entre arte y pregunta, debería ser memoria y pregunta.
– Claro. No me parece nada mal. El generar una pregunta que saque de la obviedad que nos permite escarbar más profundo.
– Dijiste que considerás que éste memorial, no requiere de explicaciones. Un compañero de la Universidad llegó a decir que pensaba que era la base para luego poner ahí la obra (risas).
– Si hubiese querido ser más explícito, ponía dos banquitos de plaza y se hace indiscutible. Esto quizás es un poquito más abstracto. Te repito, no quería caer en lo obvio. Una escultura hiper realista de un Falcon verde con un militar en bronce, metiendo una persona en el auto contra su voluntad, podría ser el mejor ejemplo de lo que sucedió. Pero, en una dictadura también sería la estatua de un héroe. Mirá las relecturas que puede tener lo obvio. Todo el aparato propagandístico que hubo del `76 al `83 tenía un grado de obviedad por lo brutal.
– ¿Tu edad?
– 42 años.
– Yo tengo 23, ¡toda una vida en democracia!
– En el año del golpe yo tenía 10 años. Todo depende del entorno social donde uno viva, pero mis viejos no me decían lo que hacían los militares, que el país era un desastre. Era muy chico para captar todo lo que sucedía. Hoy puedo aportar con la lucidez que no tuve en su momento.
– Noto cierto deshago en las personas de tu generación, ahora que pueden recuperar la memoria desde otro lugar.
– Totalmente. Pensar el proyecto, fue desde lo personal una herramienta de reivindicación. Recuerdo que tenía compañeros del secundario que militaban en el PC, pero a mí se me escapaba, no había entrado en esa realidad. No había abierto esa puerta y hasta me daba un poco de miedo. Fue todo un redescubrimiento.
– Este año para el 24 de marzo, el Centro de Estudiantes organizó un festival reggae. Y los chicos para mirar las bandas se sentaron en el banco.
– Eso lo hablamos con Paola (su pareja) cuando pensamos el proyecto. ¿Qué pasa si alguien va y mete las patas en el agua y se sienta? Está experimentando algo, se mojó los pies, traspasó un límite. Se sentó. No es poca cosa. Tuvo una pequeña experiencia.
– No puedo evitar la comparación con la fuente de Plaza de Mayo.
– Claro. Revolución del `45 y los tipos sentados con las patas en el agua. Es una imagen que a mí también se me vino a la cabeza siempre. Sumamente trasgresora de un orden, de un sistema, de una clase social… Pero si de repente, otro lo hace con una cierta intención de desafío, hasta de joda…a lo mejor… ojo, eh. Hay que hacerlo.
¿Quién te dice si el día de mañana no se transforma en un símbolo? una cosa interna de la facultad cuando los estudiantes se reciben. Hasta podría ser una protesta. No sé qué significado tendrá, lo estoy pensando ahora… A partir de un símbolo se genera una conducta.
– ¿Se puede ocupar el lugar de los desaparecidos? Parece el desafío más complejo para nuestras generaciones. Sortear la fuente.
– Creo que con el hecho de recordarlos, de tenerlos en la memoria, ya estás haciendo. Eran épocas distintas, pero me parece que es un protagonismo que quizás tenía esa intención. Es un modo de regenerar el espíritu.
– Entonces, en la obra estás mostrando el espacio que ocuparon ellos, pero ¿hasta dónde podemos ser nosotros, los que lo miramos hoy, la juventud de los 70?
–- Me parece utópico hasta la propia palabra, está fuera de lugar. Aparte, yo no puedo ser juventud (risas). Pero me parece que el objetivo primordial del memorial es recordatorio. Después estará en la individualidad ser sólo un espectador de eso, o sentirse representado con los ideales de los ‘70. Pero al haber generado un diálogo, en un punto estás teniendo la misma actitud.
– María Sondereguer (directora de Derechos Huumanos UNQ), me propuso que cada cierta fecha la gente vaya y escriba el nombre de su amigo o familiar desaparecido con una cera sobre el banquito, y que después el paso del tiempo y la lluvia los vaya borrando. Me pareció interesantísimo. Abre la pregunta sobre si lo que debemos hacer es seguir generando objetos de memoria o construir acciones que convoquen. Mi preocupación es que esos espacios con el tiempo queden vacíos.
– Te referís a que la evocación a la memoria no caiga en un lugar común.
– Exactamente. La memoria, tiene que ser lo que convoque. Lo que te lleve a preguntar y te haga participar de alguna manera.
– La obra no vale de por sí, sino por lo que genere. El tiempo dirá cuáles son los resultados.
– Capaz que después le ponen un Ford Falcon arriba (risas).