Al fondo, una hilera de cunitas de hospital, con la pintura blancoamarillenta descascarada y nada más que un revoltijo de trapos sobre los colchoncitos, producen una mezcla de inquietud y perplejidad. Un poco más adelante, acodados en una mesa, Eduardo "Tato" Pavlovsky y Norman Briski toman mate y convidan, en un gesto amistoso que contribuye a distender la impresión que -lo saben- provoca la ambientación, más allá de que se trate de una construcción escenográfica. La fuerza de la imagen instala inmediatamente el punto de partida de la charla entre dos hombres de teatro a quienes une mucho más que la reposición de Potestad y el estreno de Solo brumas . Tanto la primera, que se repuso el sábado 5, como la segunda, que subirá a escena el 4 de julio (ambas en el Centro Cultural de la Cooperación), tienen en común a Pavlovsky como autor y protagonista y a Briski como director. El vínculo nació en los años sesenta, cuando el joven psiquiatra y creador del psicodrama con niños acababa de fundar su grupo teatral Yenesi, junto a Julio Tahier, y el actor de La fiaca formaba parte de la renovación estética del Instituto Di Tella. Ya desde el vamos compartieron el primer deslumbramiento poético frente a la obra del irlandés Samuel Beckett. Aquel flechazo selló la profundidad del encuentro, cuya continuidad se mantuvo a través del oficio teatral y otras pasiones coincidentes. "No es una novedad que Norman dirija obras mías; ya lo hizo con El señor Galíndez , con Poroto , con La Gran Marcha . Compartimos una afinidad estética, ideológica, incluso política", confirma el autor. Lo nuevo, lo que pide respuesta, es el funesto clima sugerido por el aún inacabado escenario, en el primer piso de Calibán, el teatro que Briski tiene en el 1400 de la calle México, en medio del cual ahora descansan después del ensayo.
"A mí me resulta muy difícil contar el argumento, y no es por hacerme el raro. ¿Vos lo podés explicar?", pide el dramaturgo al director.
Norman Briski: -Voy a intentarlo. Diría que en Solo brumas hay un cuento que produce una atmósfera; pero lo que vale es la atmósfera, no el cuento. El argumento permite producir un lugar donde tres personajes, empleados de una institución, están a cargo de una tarea marginal, una actividad un poco escondida, de esas que no se ven pero que están ligadas al funcionamiento del capitalismo.
-¿Pero qué significan esas cunitas alineadas?
Eduardo Pavlovsky : -En la obra, los personajes pertenecen a una categoría de empleados públicos especialmente seleccionados entre personas con ciertos trastornos psicológicos, gente que tal vez ha estado internada, que ahora está medicada
N. B.: -Han sido seleccionados para una tarea que tal vez otros no aceptarían. Y tienen la ventaja de que además del salario reciben un espacio, comida, cierta atención. Pero no tienen que preguntar mucho.
-¿Qué tarea deben realizar?
E. P.: -Están para recibir chicos que a veces llegan muertos, a veces moribundos, a veces más sanos. No tienen que atenderlos ni curarlos. Solo recibirlos y, en algún momento determinado, cremarlos. La consigna es que el mundo que representan desaparezca. Pero estos empleados no tienen conciencia de lo que están haciendo. Lo viven como una tarea más de las que hacían en el ministerio, solo que ahora están más cómodos. Son un hombre y dos mujeres entre los cuales no hay ninguna relación previa y han sido elegidos porque tienen algún tipo de trastorno de la personalidad que les impide el nivel de responsabilidad y de conciencia de una persona normal. Pero si bien el eje temático pasa por las cunas, la anécdota no se centra en esos objetos sino en la vida personal de estos tres personajes, que hablan sobre su cotidianidad, de sus ideas a veces banales y a veces hasta filosóficas, románticas, poéticas o existenciales. Por ejemplo, Eusebio, mi personaje, está profundamente enamorado de Liz Solari, y es interesante lo que dice sobre el amor. En ese papel, yo me desespero, me desorbito por esa mujer, y siento que el encuentro con ella me va a sacar ese dolor espantoso. Pero cada encuentro es peor. Recién me doy cuenta cuando me lo sacan de la cabeza. Entonces disminuye el dolor. Y por otra parte, están las otras mujeres, las que uno conoce, con las que el encuentro puede ser lindo porque como uno no espera, algo siempre llega. Es raro este personaje, porque tiene cierta cultura y por momentos se vuelve un filósofo.
N. B.: -Y las chicas son diferentes pero rarísimas, ¿no, Tato? Una piensa todo el tiempo. Piensa tanto que a veces casi se aproxima a darse cuenta de dónde está. Pero no puede irse. La otra, no. La otra está obsesionada con un amor de su juventud que no comprende y trata de saber algo más de aquella experiencia. Y mientras tanto, las cunas siguen entrando
E. P.: -Sí, sí Mientras hablan de esos temas entran las cunas y mi personaje, que estudió medicina, tiene que chequear si el chico que entra está vivo o muerto. Lo ausculta, lo revisa
N. B.: -Es un tipo que podría llegar a tener una idea más aproximada de lo que pasa, pero huye de la posibilidad de solo pensarlo. En cambio la mujeres, Pepi y Pipi, no pueden hacerse cargo de esa realidad ni de tomar una decisión. Son víctimas de un enorme sometimiento, algo que se va a ver al final de la obra.
-¿Cómo logran el autor y el director las necesarias coincidencias en esta clase de textos donde las conductas, los diálogos y los niveles de responsabilidad de los personajes son tan ambiguos?
E. P.: -Yo suelo descubrir los verdaderos sentidos que explican a mis personajes solo cuando ensayo, no cuando escribo. Lo mismo me pasó, por ejemplo, con Potestad , con mi personaje del apropiador que ama sinceramente, con sentimiento paternal, a la hija de desaparecidos a la que robó su identidad. Un personaje se construye con las palabras del texto tanto como con las ideas del director y las de los actores. Cuando escribo, trato de despojarme de la obligación de dar identidad a los personajes. Es en el escenario donde el texto encuentra la multiplicidad de sentidos. A tal punto que en esta obra tengo un monólogo final que me parece que no lo hubiera escrito yo. Bueno, tal vez Norman diga que sí. Pero a veces me pasa que no puedo encarnar lo que escribo. Entoces es cuando lo necesito a él, para que le encuentre el sentido y la forma de interpretarlo.
-¿Y usted acepta fácilmente lo que el director cree descubrir en su texto? ¿Nunca ocurre que el autor se sienta violentado por la interpretación que hace el director o viceversa?
E. P.: -Como autor, yo siempre actúo muy ingenuamente. No suelo pedir que se acepte lo que quise decir porque con frecuencia no sé qué quise decir. Por eso me gusta cuando lo discutimos, cuando empiezo a imaginar cómo lo vamos a hacer.
N. B.: -Personalmente, siento que la multiplicidad de sentidos enriquece al personaje. Escuchar lo que cada uno piensa es lo que va haciendo aparecer el cuerpo de cada criatura de ficción. Yo también soy autor y sé que cuando uno escribe, escribe. Aunque lógicamente, uno percibe algo, una cierta resonancia que le indica cómo se va a corporizar ese texto. Pero es necesario tener una dosis de confianza recíproca. Porque entre Tato y yo existe esa confianza es que nos aliamos.
-El título Solo brumas parece anticipar una mirada escéptica. ¿Hay algo detrás de esas brumas?
E. P.: -El título describe la realidad en la que están esos individuos. No tienen baños, las mujeres usan pañales y mi personaje, Eusebio, es el único que sale al exterior a buscar la comida; pero está locamente enamorado de Liz Solari y la convivencia con las otras dos mujeres se ha vuelto tierna aunque no erótica. Parece que la sexualidad ya no le interesa tanto; solo ejercita una pasión romántica, pero los movimientos asociados con el acto sexual son solo gestos reflejos. Y los tres dependen de alguien de afuera, que está por llegar, una especie de Godot que evalúa lo que hacen, que los estimula
-¿Tiene voz y presencia escénica ese personaje que asocian a Godot?
N. B.: -Sí, claro. Aparece como un tipo normal. Pertenece a una organización que vigila las conductas de los empleados. Es el que paga el salario y garantiza la alimentación y el bienestar de los tres.
E. P.: -Hasta que yo, o mejor dicho Eusebio, dice "Tengo ganas de abrazar a alguien" y nos abrazamos los tres, cosa que no hacemos mucho. Entonces mi personaje tiene como un brote y le sale un discurso más coherente, revolucionario y esperanzado
-¿Dónde está la esperanza?
N. B.: -Supongamos que la bruma es la esperanza. Los desechos de toda esta detrucción, eso que ya no se distingue bien, podrían ser los residuos del capitalismo o de las organizaciones genocidas. Porque las formas van variando. Antes eran los 30.000 muertos y ahora es la desnutrición y la mortalidad infantil. De eso habla la obra, y lo que está entre brumas es qué queremos hacer. Con Tato nos entendemos hasta en el modo de leer a Beckett, un autor que nos ha influido mucho. Para el dramaturgo irlandés, sobre todo en sus últimos escritos, ya no hay palabras, ya no queda lugar para nada. Pero para nosotros, que pertenecemos a estas geografías donde hay todavía entusiasmo por hacer vidas más alegres, tal vez haya algo. Yo le preguntaba a Tato si el mar todavía está, si todavía viene y trae cosas a la orilla. Y Tato me dijo: "Sí, el mar todavía está". No es que no haya nada. El oleaje de los residuos nos puede traer una esperanza.
E. P.: -Ese es el sentido del monólogo de Eusebio. Cuando el personaje propone hacer un lenguaje potente, alegre, obsceno, está ofreciendo una didáctica.
N. B.: -Está proponiendo utilizar y resignificar lo prohibido, un lenguaje hecho de pornografía, de lo que no se puede decir, lo que está escondido. Justamente hoy planeábamos con Tato ir a los basurales para ver de cerca ese paisaje de residuos, con el mosquerío y las personas que transitan por ahí, para comprobar cómo todo eso está vivo. Necesitamos meternos en la locura, en esa realidad que estamos acostumbrados a negar. Creemos que esas señales van a hacer de esta una obra movilizadora. Aunque aparezcan algunos síntomas en nosotros que [Briski se ríe y mira con complicidad a su amigo].
-¿Qué síntomas?
E. P.: -Bueno, es un poco privado. Pero es que Susy [Evans, su mujer] y yo estamos un poco invadidos por la cosa psicótica de la obra; de personajes que funcionan como artefactos para matar niños y simultáneamente hablan del amor, de la vida. Una obra así involucra también nuestras vidas privadas. Algo parecido nos pasó cuando hicimos Paso de dos, una obra sobre el sometimiento consentido de la víctima al torturador. Allá también era tan grande el nivel de destrucción y de locura que nos alteró bastante la vida de pareja. Tuvimos que recurrir a Fernando Ulloa [el psicoanalista] para que nos atendiera.
-¿Consideran que la realidad que describen exige del artista un compromiso tal que ponga en riesgo su propia vida, su salud o sus vínculos?
E. P.: -El personaje que encarno tiene claro que algo hay que cambiar. Hay que darse cuenta de que lo que hay que cambiar es la impudicia del lenguaje viejo.
-¿Cuál sería un ejemplo de ese lenguaje viejo?
E. P.: -Por ejemplo, el de los viejos discursos de la ONU, o el de la clase política, simbolizado aquí por el supervisor. Un personaje que está fuera de todo riesgo, que en la obra es funcionario de la Comisión Municipal de la Desaparición de los Chicos.
N. B.: -Lo mismo que se hacía con los locos, tirándolos en la isla Martín García. Una eliminación encubierta, pero que sigue existiendo.
-Aunque con otros métodos.
N. B.: -Es cierto, pero hoy, hasta una consultora privada dice que hay en la Argentina un 30% de personas que no llegan a comprar la comida necesaria. En el campo hay un porcentaje altísimo de trabajadores en negro. Son realidades que producen muerte, genocidio oculto. Es lo que revela Tato en su obra, al exponerlo en el cuerpo más inocente que es el de los niños. Y no hay que ir muy lejos para comprobarlo; basta con ir a Constitución.
E. P.: -Según las encuestas, parece que entre las preocupaciones de la gente el tema de la inseguridad representa el 50% mientras que el de la pobreza, solo un 15%. Es un dato impresionante, que demuestra cómo la mayoría de la gente no lee la realidad. No hay nada que permita suponer que la pobreza no influye brutalmente en la delincuencia. Y la delincuencia afecta a las tres clases. Tiene miedo el del country , tengo miedo yo que pertenezco a la clase media y tiene miedo el de la villa, que cuando compra una cosa un poquito más cara no llega a su casa porque lo asesinan para robársela. Nos toca en el cuerpo y en el de nuestros hijos. Estamos lógicamente aterrados. Pero ¿por qué no se entiende? Porque si bien la inseguridad afecta a todos, no todos sienten en el cuerpo la pobreza. Vos ves un chico comer de un tacho de basura y te estremece, pero llegás a tu casa y te ocupás de otra cosa. La pobreza no te la llevás puesta en el cuerpo, como se la lleva el que tiene hambre.
-Ustedes lideraron la vanguardia teatral de los años sesenta. ¿Qué opinan de las nuevas generaciones de dramaturgos y directores?
E. P.: -Hay una cantidad de jóvenes creadores que tienen sus propias revistas, sus propios circuitos de comunicación y sus propios espectadores. Y hay muy buenos dramaturgos entre ellos, algunos muy inteligentes. Pero en general, una cosa que los define es la distancia respecto del teatro político. Si les preguntás, te dicen que a ellos les interesa el teatro, no la política. Lo que me parece bien. Meyerhold también lo decía. Una vez una chica le dijo a Engels: "Mire, yo quería escribir una obra política y me salió de amor"; él la felicitó y le dijo que ese era el comunismo que quería. Volviendo a estos chicos, bueno, no tan chicos, pero bastante exitosos, lo que me resulta curioso no es que no les interese el teatro político sino que nunca firmen nada que tenga que ver con lo político. Ni un comunicado, ni una expresión política por fuera del teatro. Está muy bien: no escriben teatro político sino el buen teatro que saben hacer. Pero si les preguntás por cualquier otra cuestión te dicen: "No, yo no me meto en política". Es curioso. Supongo que responde al hecho de que mi generación vivió todos los golpes militares, desde Uriburu para acá, las luchas políticas, los exilios y desexilios. Eso nos marcó. Sin embargo, también hay jóvenes que se sienten consustanciados con un teatro que tiene que ver con su identidad cultural. Es el caso de los chicos que vienen acá a formarse. ¿Por qué será que eligen hacerlo acá?, me pregunto. Sin duda porque Briski es un gran director y un gran maestro.
N. B.: -También hay que tener en cuenta que la clase política ha hecho una tarea eficaz para desanimar a los jóvenes. Si asocian esa clase con estos discursos viejos, que proponen políticas viejas, que se nota a la legua que no tienen empatía con los jóvenes, es comprensible que quieran estar en otro lado.
E. P.: -Eso es tan cierto como que este país tiene una diversidad tal que hay espectadores para cualquier teatro. Con decir que yo he visto gente llorando en su butaca por la obra Gorda . Hay público para todo. Y eso es bueno, finalmente. ¿Querés otro mate?, mirá que ya está lavado
Briski acepta y asiente: "Hay público para todo. Y teatro para todos". Al menos para muchos, porque por el pasillo de la casa chorizo vienen entrando a Calibán una cantidad de estudiantes de teatro que necesitan la sala donde transcurrió la entrevista. Está por empezar una clase y Briski, el profesor, concede unos últimos minutos a la charla para hablar de un vínculo que pudo con el tiempo y otras adversidades.
-La dictadura militar y el exilio trajeron, entre otras consecuencias fatídicas, separaciones familiares y de entornos afectivos. ¿Cómo influyó en la amistad Briski-Pavolvsky?
N. B.: -Compartimos momentos cruciales y el dolor de no estar cerca de nuestros hijos, por ejemplo. Recuerdo cuando Tato iba a viajar a Uruguay para ver a los suyos, con un enorme peligro, por supuesto. Era una angustia tremenda, nos mirábamos y nos repetíamos: "Qué nos pasa, qué nos está pasando".
E. P.: -Hacíamos una especie de psicoterapia recíproca. Yo estuve viviendo en la casa de él y estábamos todo el tiempo conversando de política, de arte, de teatro. También hemos hablado mucho, como amigos, de nuestra vida sentimental, cosa que no se suele hacer entre hombres.
-El sentido del humor atraviesa la obra de ambos. ¿De qué se reían juntos en aquellas difíciles circunstancias y qué los hace reír hoy?
N. B.: -Nos reímos porque somos alegres. Tal vez a mí eso se me nota más; Tato es más secreto. Pero hubo chistes del exilio, como cuando Tato me preguntó: "¿Te acordás de Buenos Aires, Norman? ¿Te acordás del Obelisco, de la fuente de las Cibeles, de la Torre Eiffel?" O como cuando estuve en Estados Unidos, donde las instrucciones para hacer funcionar las expendedoras de gaseosas decían que había que poner un dime (10 centavos de dólar) en la ranura. Yo ponía la moneda y como la máquina pedía dime , yo decía: "coca cola, coca cola". Eran chistes del desgarro, no estábamos en ninguna fiesta.
E. P.: -Yo creo que entonces, y siempre, nos reímos de la mistificación propia de los poderes instituidos; de los personajes que se la creen, tanto en el teatro como en la política. Nos reímos de los discursos que pretenden decir grandes verdades. Nos reímos de la pérdida del sentido de la vida y de cómo cada día hay que ir a inventar algo para seguir sobreviviendo. También nos reímos mucho de nuestra historia , de nuestra relación con las mujeres, de la debilidad y la dependencia que tenemos de ellas. Y nos reímos mucho también de nuestros fracasos en la vida, y de la rapidez y las ilusiones con que encaramos los proyectos sin tener en cuenta, a veces, nuestra edad. Porque le ponemos el mismo entusiasmo de siempre, como si no nos estorbara la edad.
N.B.: -Es que son muchas las cosas que nos unen. Fijate que hasta los dos fuimos nadadores y los dos somos hinchas de Independiente.
-¿Y qué los diferencia?
N.B.: -Que solamente a mí me gusta ir a pescar.
Por Olga Cosentino
Para LA NACION