"Mi verdadero país está en la memoria"
La escritora india, radicada en Estados Unidos, habla de su nuevo libro, El legado de la pérdida (Salamandra), con el que ganó el Booker Prize. En la novela recrea la vida de la aldea donde pasó su niñez, señala las huellas del imperialismo
Kiran Desai (Chandigarh, 1971) es hija de la escritora Anita Desai y, además, la autora más joven de todas las que han ganado el Premio Booker. Lo ha hecho en 2006 con El legado de la pérdida , que ha dedicado con mucho cariño a a su madre, quien, curiosamente, se quedó a las puertas de este importante galardón británico en tres ocasiones. Ambas se marcharon de su India natal a mediados de los años ochenta. Kiran era, por entonces, una adolescente que soñaba con convertirse algún día en una escritora cosmopolita, capaz de aunar en su literatura los rasgos más visibles de su cultura con los diversos problemas a los que se enfrentan muchos de sus compatriotas cuando arriban a un país del Primer Mundo.
"Siempre quise ser extranjera" dice esta escritora que, tras ser educada en Gran Bretaña, vivió en varias ciudades de Estados Unidos hasta que optó por fijar su residencia en Nueva York. Amabilísima, extremadamente delicada, en la tarde de un día soleado en Barcelona, adonde viajó para presentar su libro, Kiran Desai señala que la posibilidad de regresar a aquel pueblo ubicado a los pies del Himalaya, donde transcurre buena parte de El legado de la pérdida y donde ella vivió su infancia, fue el motivo que la impulsó a escribir la novela.
"Cuando alguien se encuentra lejos de su país suele observarlo con una mirada distinta, tal vez porque los problemas se ven de otro modo -afirma-. El desarraigo, sin embargo, es un proceso muy largo. No es una tarea sencilla redefinir las raíces y descubrir cuáles son los orígenes una vez que alguien se ha ido de su patria."
En su novela anterior, Alboroto en el guayabal , Kiran Desai había delineado una historia cuyo epicentro era la India. En El legado de la pérdida ha decidido ampliar el horizonte. La joven Sai, una muchacha que ha perdido a sus padres, contempla, con una mezcla de rabia y estupor, los conflictos que suceden a su alrededor: nacionalistas que reclaman un Estado propio, ciudadanos que emigran para forjarse un destino lejos de la pobreza y de sus vínculos. Romántica, soñadora, Sai vive con su abuelo, un viejo y huraño juez que no para de fustigar a su cocinero, cuyo hijo sobrevive como un extranjero ilegal en los sótanos de un negocio de comidas rápidas al otro lado del Atlántico.
Los personajes que pueblan esta novela de largo y conmovedor aliento son seres atravesados por un profundo sentido de pérdida. Todos han perdido algo: la patria, un ser querido o un pasado repleto de sueños, pero tratarán de abrirse camino en escenarios tan diversos como la India, Gran Bretaña y Nueva York, unidos por el epígrafe borgeano con que se abre la novela: "Mi humanidad está en sentir que somos voces de una misma penuria".
-Borges resultó ser una hermosa compañía durante la escritura de la novela. De hecho, siempre llevaba conmigo su poesía completa, en traducción bilingüe, y recurría a su obra cada vez que terminaba de escribir una página. Cuando leí "Jactancia de quietud", quedé inmediatamente seducida por la luminosidad que trasmitían esos versos. Además, lo leí en un momento muy especial, pues me encontraba en América Latina, en un largo viaje que me llevó por México, Chile y Brasil. Lamentablemente no estuve en la Argentina. Muchas de las escenas de la novela que transcurren en Nueva York están repletas de inmigrantes de todas las partes del mundo, incluso de América Latina. Además, me di cuenta de las semejanzas entre el pasado colonial de la India y la historia de muchos países latinoamericanos.
-¿Dónde encuentra esas similitudes?
-Creo que Naipaul fue el primer escritor que vio estas relaciones entre el colonialismo y la pobreza del Tercer Mundo. Por ese motivo, cuando leí el poema de Borges, pensé que esos versos también podían referirse a la India, con una clase social muy pobre, que permanece en las sombras; con inmigrantes que dejan su país para trabajar en restaurantes baratos de Nueva York o Barcelona. El pasado, así, se convierte apenas en una espada, una fotografía.
-¿Suele viajar a menudo a la India?
-Mi padre aún vive allí y voy frecuentemente a Bombay. Pero en todos estos años aprendí que mi verdadero país se hospeda en mi memoria. Cuando llego a la India, lo primero que hago es ir a la casa de mi infancia. Aunque luego deba marcharme, el hecho de haber estado allí un momento, de haber contemplado el paisaje que alguna vez decoró mi niñez, hace que mi partida resulte menos dolorosa, pues conmigo también se van los recuerdos. Los sentimientos que se sienten al regresar al país, pero también los sentimientos que se sienten al marcharse, son los pilares sobre los que se sustenta mi novela.
-Sus personajes, de hecho, parecen moverse entre la imposibilidad de asentarse en un nuevo lugar y la añoranza de su vida en la India, aunque allí vivieran sumidos en la pobreza.
-Los hechos que transcurren en la India son muy familiares para todos los indios. Allí siempre se puede encontrar a alguien más pobre que otro. Incluso en la propia casa. Todos conocen a personas que se marcharon perseguidas por la pobreza y hoy trabajan como cocineros en cualquier parte del mundo. do para poder entrar en Europa o en Estados Unidos.
-¿Ha variado con el paso de los años la idea que usted tiene de su país?
-Solo conozco la India que recuerdo y los pocos días que paso allí en el invierno. No sabría describir cómo es durante el resto del año. He perdido el bullicio de la vida cotidiana, la costumbre de levantarme todas las mañanas y no preguntarme por mi identidad. Todo eso, ahora, es una especie de legado, un puñado de recuerdos, luminosos como los veranos de mi infancia.
-En su novela, no solo se retrata la vida en un pueblo de la India en los años ochenta, sino también la influencia que Inglaterra o la ex URSS ejercieron en su cultura.
-Quería hablar de la relación de la India con un centro de poder. Antes lo fue Inglaterra; ahora es Estados Unidos. Intentaba investigar cómo funcionan estas divisiones de clase y cómo siguen vigentes a través del tiempo y la geografía. El juez de la novela, por ejemplo, llega a formar parte de la elite; su cocinero, en cambio, jamás logra vivir con dignidad, pero se aferra desesperadamente a sus afectos y encuentra su identidad. En la India, la brecha entre las clases sociales es mucho más grande de lo que se cree. Solo muy pocos pueden darse el lujo de vivir en la seguridad, en un mundo inamovible, dispuesto para su disfrute. El poema de Borges, en ese sentido, hace referencia a la capacidad de deshacer la historia, de que la historia se niegue a aceptar esa inamovilidad.
-¿Regresar a sus raíces es la única manera de encontrar su identidad?
-Cuando alguien lleva muchos años viviendo fuera de su país, lo primero que comprende es una cosa fundamental: solo existe la historia que vivimos. Una vez que uno se ha ido, las cuestiones de identidad son mucho más complejas de lo que había pensado y se llega a comprender a esa gente que reclama una parcela de tierra como algo propio. El sentido de pertencia se hace más pequeño, más simple. A veces, incluso, se reduce a un pasaporte que delata la nacionalidad. En los ocho años que tardé en escribir El legado de la pérdida debí entrar y salir de varios países. Como estaba escribiendo en contra de la retórica nacionalista, debía deshacer el concepto de hogar, de familia, de patria. Pero me di cuenta de algo muy importante: en medio de esos movimientos había algo que jamás variaba: mi novela.
-¿Cómo toma el hecho de ser la escritora más joven de las que han ganado el Premio Booker?
-Lo de la edad realmente no tiene ningún impacto para mí. No creo que sea importante. De hecho, cuando se escribe, el tiempo adquiere una forma muy distinta a la habitual. Los años parecen mucho más veloces.
"No seas escritora." Esa, dice, fue la única recomendación que le dio su madre, la prestigiosa autora de Polvo de diamante , Clara luz del día o El Bombay de Baumgartner , entre otras novelas. Kiran, sin embargo, prefirió hacer oídos sordos al consejo materno y emprender su propio camino. "Fue como encontrar el ritmo de mi infancia", señala. Lo primero que se le ocurrió fue anotarse en un taller de escritura. "Era una manera de tener una disciplina, pero en realidad precisaba un visado como estudiante para poder seguir viviendo en Estados Unidos. Estas clases de escritura, al fin y al cabo, no me ayudaron en nada, porque cuando empecé a escribir de verdad, lo hice de una forma diametralmente opuesta a la que me habían enseñado los profesores. Mi estilo no tenía nada que ver con el estilo que practicaban los jóvenes escritores de Nueva York. Lo mío era mucho más clásico".
-Ahora que se ha convertido en una escritora, ¿su madre suele darle otros consejos?
-Para empezar, mi madre me enseñó a leer. Recuerdo que fui descubriendo las palabras no solo a través de sus libros, sino también de los numerosos libros que poblaban su biblioteca. Allí encontré escritores maravillosos, como Proust, que acabó siendo uno de mis autores favoritos. Mi madre, por otra parte, es mi primera lectora. Una lectora atenta y cariñosa, no exenta de rigurosidad. Acostumbra escribirme notas, frases delicadas, sensibles, sobre lo que le pareció el libro. La mirada de mi madre es la mirada de una escritora, de alguien que conoce muy bien las reglas de la ficción y puede descubrir los aciertos y los fallos de una novela. En ese sentido, creo que soy una escritora afortunada. No solemos comentar nada sobre lo que estamos escribiendo. Ella, además, es muy celosa de la intimidad y no permite que alguien se inmiscuya en su estudio cuando está trabajando.
-¿El hecho de haber crecido con una madre escritora ha determinado sus hábitos de trabajo?
-Cuando comencé a escribir me di cuenta de que su mayor influencia estaba, precisamente, en un modo de organizar el tiempo, en la importancia de mantener un ritmo constante, diario. Yo solo tenía veinte años, pero la verdad es que en ningún momento tuve que esforzarme para tener un hábito, como sí les ocurre a muchos escritores jóvenes. Para mí, sentarme cada mañana frente a la computadora y escribir al menos una página es algo que he visto hacer a mi madre muchísimas veces. Por lo tanto, planificar un día de trabajo es algo que me resulta muy familiar. Cualquiera que entra en casa de mi madre percibe inmediatamente que allí vive una escritora: se respira un clima que invita a sentarse a escribir, a imaginar historias.
Por Diego Gándara
Para LA NACION