sábado, 28 de junio de 2008

Nora de Investigación de Leonardo Murolo

Siervos de la tela

por Leonardo Murolo

leonardomurolo@hotmail.com

U

na familia: padre, madre, cuatro hijos. Desplazados, emigraron a la Argentina desde Bolivia en busca de ese edén que en otros tiempos fue un cercano horizonte de felicidad para excluidos y para espantados de las guerras. En nuestro país los esperó empleo en una fábrica textil, pero no todo fue idílico: trabajaban tres cuartos del día sin cesar, vivían hacinados en el mismo lugar, dormían se levantaban trabajaban dormían se levantaban y de vuelta a empezar. No percibían salario y su paga sólo era un lugar donde vivir y comida: fueron esclavos. Un día se levantaron, trabajaron y murieron encerrados entre las llamas de un incendio. Un incendio que, reflejado en los múltiples casos similares, aún hoy no para de arder.

El 30 de marzo de 2006, el infierno en el taller textil de Luis Viale 1269 dejó al descubierto las condiciones de trabajo esclavo en muchos otros talleres de costura clandestinos de la ciudad de Buenos Aires. Algunos de los sobrevivientes relataron a los bomberos y a los médicos que los asistieron que el televisor se habría caído mientras los chicos jugaban. La rápida propagación de las llamas causada por la inflamación de los materiales almacenados en la planta alta, que funcionaba como depósito y vivienda, habría provocado el derrumbe del techo que cayó sobre los cuatro chicos y los dos adultos. Mientras que otras versiones indicaban que el incendio comenzó a raíz de un escape de gas de una garrafa.

Revolución inconclusa

El capitalismo contemporáneo continúa con una primera revolución industrial inconclusa donde campesinos despojados de sus tierras y expulsados hacia las grandes urbes, sólo contaban con su familia, su fuerza de trabajo y la libertad para venderla en el mercado a porciones o morirse de hambre. En pleno siglo XXI, son nuevamente desplazados de países vecinos, quienes carentes hasta de documentos, se hacinan en talleres en condiciones de servidumbre. "Ver las condiciones de trabajo y de vida en los talleres truchos de aquí de Flores es como leer a Engels casi doscientos años después", señala, en una entrevista de 2005, Gustavo Vera, vocero de la Unión de Trabajadores Costureros.

Los talleres de trabajo esclavo surgieron en el Sudeste Asiático, se extendieron por África, y continuaron en Centro y Sudamérica, estas son las llamadas “Zonas de Procesamiento de Exportaciones” (ZPEs), otra forma de denominar a unas zonas de libre comercio. Allí es donde las multinacionales encargan productos, no pagan impuestos de importación ni exportación, y consiguen mano de obra barata, buenos tiempos de producción y exenciones fiscales. Esas empresas se crean y destruyen convenientemente para aprovechar las leyes locales sobre impuestos, y para ocultar quién hace qué y para quién. Se calcula que hay más de 3.000 ZPEs en más de 100 países. Unos 43 millones de personas trabajan en esas ciudades dedicadas al trabajo para exportar al mundo occidental.

De esta manera, la casa central sólo se ocupa de los pasos administrativos y de creación que tiene el negocio, como son el diseño de productos y marcas, el dominio de las tecnologías, la logística, el marketing, el crédito y el manejo financiero. La periodista y escritora Naomi Klein, cuenta en su libro "No Logo", que este modo de producir se realiza para la preservación de la marca, del logo, que de este modo se distancia de la ilegalidad y la corrupción.

Este panorama afecta directamente las condiciones de los trabajadores, sobre todo al interior del sector de la confección, donde la producción se basa en la utilización de mano de obra intensiva, dado que ninguna máquina pudo superar el trabajo humano en las tareas de terminación de las prendas. En este escenario, muchos talleres son testaferros de las marcas y cuando estalla algún problema judicial, el logo queda impune.

Trabajo a domicilio

Lidia Rojas tiene 59 años, comenzó a tejer de niña y nunca hubiese imaginado que aquella diversión, que ocupaba el lugar de la inexistente televisión y los costosos juguetes, se convertiría en su medio de vida cuando a principios de la década de los noventa, su marido, metalúrgico de oficio, se quedara sin trabajo y sin un mercado laboral que lo cobije. Si bien su hijo mayor ayudaba a la economía de la familia, Lidia comenzó a tejer de manera sistemática y a producir prendas para su venta. Fue así como se contactó con dos fábricas textiles que proveían a Narrow y Cheeky. “Trabajaba toda la noche, empezaba a la tarde y seguía hasta la mañana temprano. En tres noches, de la tarde a la mañana, terminaba una prenda, me acostaba a dormir, mi mamá lo entregaba y me ayudaba con mis hijos”, cuenta Lidia y agrega “imagino que quienes trabajan en el taller la deben pasar peor, yo estaba en mi casa, pero con los tiempos que te dan de los pedidos tenés que trabajar de catorce a quince horas por día sino no llegás”.

Esta modalidad de producción se denomina entre los textiles “trabajo a domicilio” y no sólo implica largas horas de trabajo intensivo para cumplir con los encargues, también es el trabajador quien corre con los gastos de insumos (hilo, agujas, lana) dentro de un balance donde la ganancia no es grande.

“Vi prendas mías en las vidrieras mucho más caras de lo que me pagaban, por ejemplo un pulóver que yo se los cobraba 25 pesos lo vendían a 75 o hasta a cien, sólo porque le agregaban la marca”.

En Argentina rige la Ley 12.713 de Trabajo a Domicilio, según la cual la responsabilidad de empresarios, talleristas y contratistas incluye el pago de salarios y beneficios sociales, pero los trabajadores no obtienen ninguno de estos beneficios. El contrato de trabajo es informal y no hay documentación que lo certifique.

La entrega de material por parte del contratista varía según el caso, pero en general se entregan las piezas cortadas y los trabajadores se encargan de unirlas y hacer el terminado de las prendas. En todos los casos, el trabajo domiciliario se realiza con "pago a destajo", es decir, por pieza realizada.

Pequeños talleres

Los dueños de los pequeños talleres son quienes cargan con los gastos de alquiler, maquinaria e insumos y se ocupan de emplear a los costureros. Los grandes fabricantes, en su mayoría, según talleristas, sindicalistas y empleados, pertenecientes a la comunidad coreana llevan a estos talleres las telas para confeccionar las prendas. Si bien en esta modalidad de producción los trabajadores gozan de la libertad para irse a su casa al finalizar su labor, ni las condiciones laborales ni la paga son mejores.

Víctor Pérez, Secretario Gremial del Sindicato de Empleados Textiles de la Industria y Afines de la República Argentina, sostiene: “las condiciones de trabajo casi siempre son malas en nuestra rama industrial o te jodés la columna por estar muchas horas mal sentado, o te jodés la vista con la costura o las vías respiratorias por los pegamentos y demás insumos. Los talleres son una mugre, los de los coreanos peor, son unos mugrientos”.

Según Gustavo Vera, existen informes realizados en los hospitales Santojani y Muñiz que dan cuenta que un 80% de los casos de tuberculosis tratados en esos establecimientos corresponden a trabajadores costureros bolivianos, quienes trabajan bajo condiciones de hacinamiento, en las que se inhala polvo continuamente, y un gran número padece también de anemias severas.

Trabajo esclavo

Mirta Torrico emigró de Bolivia con su hermana Iris. Sabían a qué venían. Un hermano de ellas trabajaba en Argentina desde hacía un par de años, y, a pesar que las condiciones laborales eran pésimas, les había conseguido un trabajo que en su país no tenían. Las hermanas de 28 y 26 años no dudaron en viajar y comenzar a transitar su nueva vida, pero cuando pudieron, dejaron de hacerlo. “Nosotras no dormíamos en sótanos ni teníamos prohibida la salida como pasa en otros lados, pero el dueño del taller nos decía que si salíamos podíamos ir presas porque no teníamos documentos”, relata Mirta, mientras Iris agrega: “trabajábamos muchas horas, nos pagaban un peso ó 1,20 cada prenda y no dábamos abasto”.

A las familias que viven en el mismo lugar donde trabajan, las jornadas laborales se les extienden hasta 16 horas. A la mayoría de ellos no les es permitido salir y es común que el propietario de estos talleres no les pague porque los provee de comida y alojamiento. Las condiciones de vivienda son inhumanas, una pieza por familia con algunas camas o colchones, que se alternan en el uso: cuando uno se levanta a retomar su turno de trabajo, otro ocupa su lugar. Por esto el mote de “camas calientes” a quienes trabajan en estas condiciones.

La responsabilidad ajena

Desde un cómodo asiento de escritorio, Víctor Pérez cuenta su viaje a Mar del Plata por un congreso de sindicalistas, enciende un cigarrillo y en primera persona del plural habla de las atrocidades que le hacen a él “los coreanos” como grupo organizado semejante a una mafia: “Los coreanos cobran entre 30 y 40 pesos cada prenda y a los trabajadores nos pagan monedas, un peso y pico cada una. El pago debería ser un 22 por ciento del precio al que las venden. Son explotadores, toman a bolivianos, paraguayos, peruanos ilegales y evaden impuestos”.

Los Argentinos no siempre acogen como personas a los bolivianos y paraguayos. Muchas veces los trámites de residencia en el país son tan engorrosos que no vale la pena intentar comenzarlos. “Porque somos bolivianos pueden tratarnos como esclavos, como menos que personas, ellos creen”, señala con vehemencia Mirta Torrico. Cuando se dirigen a realizar una denuncia no se las toman por no tener documentos, los derivan al consulado de su país y son ellos quienes los exhortan a renunciar a la denuncia.

Ser una Zona de Procesamiento de Producciones, implica ser cómplice de prácticas ilegales en desmedro de los Derechos Humanos. El aprovechamiento de extranjeros indocumentados y el trato inhumano que se les da, se encuentra estrechamente ligado a la mirada esquiva de la administración política argentina.

El cónsul adjunto de Bolivia en Buenos Aires, Albaro Gonzáles Quint, advirtió que son pocos los controles que hace la Ciudad para clausurar talleres clandestinos en los que se explota a trabajadores extranjeros, y pidió que el tema se incluya en una agenda bilateral.

La responsabilidad no es del todo ajena.

Una vez más, desligarse, endilgar a grupos de inmigrantes toda la culpa de ser los hacedores de las anomalías que se cometen puertas adentro del país, es un rasgo acentuado de la argentinidad desentendida: “los bolitas, los paraguas y los peruanos” son ilegales, “los coreanos” son explotadores, ¿y los argentinos? Los argentinos ven esta realidad que se vive en su país como ajena. Muchos, sin preguntarse por qué es este un terreno fértil para la génesis y desarrollo de los siervos de la tela.